Aprovechando la visita madrileña, me dejé caer por la exposición de Sorolla en El Prado. Por cierto, ya no recordaba que entrar a este museo fuera como ir al edificio de la CIA: entradas, identificaciones, scanners...
Después de ver la retrospectiva de este pintor, aparte de entrarte unas ganas irrefrenables de irte a Valencia ( qué retratos de la luz del Mediterraneo) llegas a la conclusión del buen negocio que resultaba pertenecer a la alta burguesía de principios del siglo XX.
A través de los cuadros, descubrimos cómo Sorolla aprovechaba los veranos con su familia en Biarritz o San Sebastian para pintar las obras que al año siguiente expondría. Esto quiere decir que mientras disfrutaba con su mujer y sus hijos del calor veraniego, tenía la excusa perfecta para hacer lo que más le gustaba: crear ( y encima le pagaban por ello).
Emocionan esos instantes captados de la vida de la clase acomodada. El artista los congela para siempre y nos permite verlos cien años después. Es fascinante la sensación de paz, quietud y placer despreocupado de la high society. Sus únicos quehaceres eran pasear y procurar que no les diese mucho el sol (el vestido y los tacones en la playa eran un must). Estos trozos de vida transmiten cierta sensación de melancolía de los tiempos pasados y gloriosos para algunos. Esa playa ya no volverá.
Sobrecogedores son los retratos de su esposa. Creo que todo el mundo desearía que le amaran tanto que ese sentimiento quedara atrapado para siempre en un cuadro, una película o una canción.
Arte es la capacidad para reflejar el amor hacia alguien y hacerlo pervivir más allá de la muerte.
Ver esta muestra de El Prado es el verdadero Sorolla y no las reproducciones en el libro de arte de COU.
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